"Una esperanza expectante desde abajo"
Dedicado a las comunidades que resisten, que sueñan, y que siguen creyendo que otro mundo —y otra Iglesia— son posibles desde abajo, con amor y con fe paciente.
La elección del Papa León XIV, antes conocido como Robert Francis Prevost, despierta una resonancia particular en quienes llevamos décadas sembrando Iglesia desde abajo, con los pies descalzos sobre la tierra y el corazón ardiendo en el Evangelio de Jesús. Este nuevo pontífice, con alma agustiniana y cuerpo latinoamericano, parece conocer el susurro de los pueblos, la fuerza del silencio compartido y el lenguaje profundo de las comunidades organizadas.
No parece ser un Papa de mármol ni de balcones. Es uno de esos que han caminado entre nosotros y nosotras, que podrían saber que la fe no se impone, se encarna. Su larga permanencia en Perú —cuatro décadas de historia compartida con los pobres, con los pueblos originarios, con las heridas y las luchas— lo convierte en una figura que, tal vez, logre comprender la fe como acción transformadora.
¿Es posible que las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs), esas células vivas del Reino en los márgenes, vuelvan a respirar con una esperanza cauta? No lo sé ¿Por qué? Porque León XIV podría no venir a domesticar el Evangelio, sino a liberarlo. Porque quizá, solo quizás, conoce lo que significa reunirse en un patio con Biblia, vela y cafecito, para descubrir que Dios no sólo está en el templo, sino en el grito de la madre soltera, en la siembra del campesino, en el canto de los jóvenes que no se rinden.
Francisco abrió la puerta. León XIV podría ayudarnos a consolidar la caminata. No necesariamente con discursos huecos ni con gestos vacíos, sino —si así lo desea y se deja mover— con un estilo pastoral que reconozca el protagonismo del pueblo creyente, la urgencia de una Iglesia que escuche, que acompañe, que se deje también convertir por los pobres.
No se trata de que creamos que se trata de un nuevo mesías, ni de un salvador caído del cielo. Se trata, quizás, de un hermano que ha sabido callar para escuchar. Que no necesita títulos para ser pastor. Que podría —si se permite y se le impulsa— renovar los cauces por donde las CEBs sigan corriendo como agua viva.
Tal vez su mayor legado no será una encíclica ni un sínodo, sino el impulso invisible a una Iglesia sinodal de verdad: donde todos hablemos, donde todas seamos escuchados y escuchadas. Donde el Evangelio no se predique desde arriba, sino que se cueza a fuego lento entre abrazos, ollas comunes y asambleas populares.
Hoy más que nunca, las CEBs no sólo tienen sentido: tienen futuro. Y si León XIV logra leer los signos de los tiempos, sabrá que en ellas late la posibilidad de una Iglesia distinta: menos clerical, más comunitaria; menos dogmática, más samaritana.
Porque si el Espíritu sigue soplando —y confiamos en que lo hace y lo seguirá haciendo— no lo encontraremos únicamente en los mármoles de Roma, sino en el rostro quemado por el sol de las mujeres que celebran la vida entre los escombros. Ahí donde nació la Iglesia. Ahí donde nunca ha dejado de ser verdadera.
Y tal vez, sólo tal vez, León XIV lo comprenda y camine con nosotras y nosotros.
Con la fuerza del Evangelio y la ternura de los pueblos.
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